Homilía del Cardenal Bergoglio Amanecía el domingo cuando estas mujeres que amaban tanto a Jesús fueron a visitar el sepulcro. Ese sepulcro frente al cual habían estado sentadas (cfr. Mt. 27: 61) el viernes anterior y contemplaron la sepultura del Señor; ese sepulcro del cual se alejaron porque comenzaba el descanso sabático prescripto por la Ley (cfr. Ju. 19: 42). Ese sepulcro clausurado por aquella piedra que José de Arimatea hizo rodar y a la cual la inquietud de una mala conciencia mandó asegurar y sellar (Mt. 27:66). Esa piedra clausuraba definitivamente las expectativas de salvación que habían creado la vida y la predicación de Jesús. Esa piedra, asegurada, sellada y custodiada por los guardias constituía un “mentís” a tantas promesas. Esa piedra proclamaba un fracaso contundente y esas debilitadas mujeres caminaban , tristes hacia ese monumento al fracaso. Y luego Dios dice ¡Basta!, viene el terremoto y el Ángel del Señor con la fuerza relampagueante de una verdad nueva hace rodar la piedra en sentido inverso; se abre ese sepulcro ya vacío. Y le dice el Ángel a las mujeres: “no está aquí porque ha resucitado como lo había dicho”… entonces ellas recordaron, recordaron aquella chispita de esperanza a la que no le habían dado lugar en el corazón. De aquí en más, los seguidores de Jesús sabemos que más allá de un sepulcro siempre hay esperanza. Lo que no pudo la piedra de nuestra autosuficiencia lo sembró el poder de Dios en la carne escarnecida y renovada de su Hijo Jesús. Habían querido “asegurar” la muerte y –sin saberlo ni creerlo- aseguraron la vida a toda la humanidad. Se dan distintos sentimientos ante esta piedra removida hacia atrás. Los guardias tiemblan de espanto y quedan “paralizados, como muertos”. Las mujeres están aterrorizadas pero el anuncio del Ángel las llena de alegría y “se alejan rápidamente del sepulcro”. A los guardias los paraliza su adhesión a la muerte; a ellas el anuncio de vida le colma la esperanza y les regala la alegría, esa alegría que las impele a salir corriendo para dar la noticia. La muerte paraliza, la vida impulsa a comunicarla. Ellas son portadoras de una noticia: Jesús no había mentido, estaba vivo y lo habían visto. Los guardias, petrificados en su estrechez existencial, solo atinan andar el camino hacia la protección fugaz y coyuntural de la coima. Así continúa el texto bíblico: “Mientras ellas se alejaban, algunos guardias fueron a la ciudad para contar a los sumos sacerdotes todo lo que había sucedido. Estos se reunieron con los ancianos y, de común acuerdo, dieron a los soldados una gran cantidad de dinero, con esta consigna: Digan así: sus discípulos vinieron durante la noche y robaron el cuerpo mientras dormíamos. Si el asunto llega a oídos del gobernador, nosotros nos encargaremos de apaciguarlo y de evitarles a Ustedes cualquier contratiempo. Ellos recibieron el dinero y cumplieron la consigna (Mt: 28: 11-15). Contemplando los sentimientos opuestos que tenían las mujeres y los guardias, nos cabe la pregunta sobre nosotros, que estamos hoy aquí celebrando la Vida nueva, la que Jesús Resucitado nos ofrece y regala. ¿Qué nos atrae más: la seguridad clausurada del sepulcro o esa alegre inseguridad del anuncio? ¿Dónde está nuestro corazón: en la certeza que nos ofrecen las cosas muertas, sin futuro, o en esa alegría en esperanza de quien es portador de una noticia de vida? ¿Corremos en pos de la Vida con la promesa de hallarla en esa Galilea del encuentro o preferimos la coima existencial que nos asegura cualquier piedra que clausura y anula nuestro corazón? ¿Prefiero la tristeza o un simple contento paralizante, o me animo a transitar la alegría, ese camino de alegría que nace del convencimiento de que mi Redentor vive? Moisés, antes de morir, reunió al pueblo y les dijo: “Hoy pongo delante de ti la vida y la felicidad (o) la muerte y la desdicha” (Deut. 30:15). Hoy también, en esta celebración litúrgica junto a Jesús Resucitado realmente presente en el altar, la Iglesia nos propone algo similar: o creemos en la contundencia del sepulcro clausurado por la piedra, la adoptamos como forma de vida y alimentamos nuestro corazón con la tristeza, o nos animamos a recibir el anuncio del Ángel: “No está aquí, ha resucitado” y asumimos la alegría, esa “dulce y confortadora alegría de evangelizar” que nos abre el camino a proclamar que Él está vivo y nos espera, en todo momento, en la Galilea del encuentro con cada uno. Que el Espíritu Santo nos enseñe y ayude a elegir bien.+ | |
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